miércoles, 4 de junio de 2014

Novela gráfica: 'Nuevos aires'

 Hace unas semanas publiqué una entrada acerca del Día de la Memoria, la Verdad y la Justicia. El motivo de aquella era para recordar el correspondiente acto, que realizamos junto con las profesoras de Literatura y Sociología. Pero esta vez, la profesora de Literatura nos propuso escribir un novela gráfica- más corta, en forma de cuento- que represente el proceso de iniciación durante el Servicio Militar Obligatorio en Argentina.  
 Se conoce como novela gráfica a un nuevo tipo de historieta que se presenta en forma de libro. Son obras completas, mientras que los cómics son historietas más cortas que se publican en series. Algunos ejemplos de novelas gráficas son: La Gran Patraña, por Trillo y Mandrafina; y Encuentros y Reencuentros por Muñoz y Sampayo. 

 
A continuación comparto la historia que escribí junto a Ma. Agustina Turano y Marina Lecour

Era el seis de noviembre del penoso 1984. Sostenía entre mis manos la última carta que nos llegó a mi y a mi familia de parte de mi hermano. Él falleció hace poco, luchando por la patria en esas islas del sur. En la carta nos relataba su vida desde que sortearon su destino en la Lotería Nacional. Yo deseaba que no me pasara lo mismo. No quería terminar como él: muerto entre otros miles de cadáveres por defender a aquellas islas que están tan lejos para siquiera importarme. A las tres de la tarde aproximadamente anunciaron mi futuro. Fue un día difícil. Mi madre y mi padre tenían miedo de perder a su último hijo varón- casi así como yo tenía miedo de perderme a mí mismo. Mi hermana menor, Verónica, no entendía nada en su dulce inocencia. Y yo tampoco  pensaba, con suerte respiraba. Tenía la cara pálida. No quería prender la radio, ni la televisión, ni ningún medio que me dijera "vas a morir como tu hermano". Cuando baje al comedor al mediodía, mi familia estaba sentada alrededor de la mesa rotonda de madera, todos mirando silenciosamente sus platos vacíos de comida. Verónica se estaba comiendo las uñas, un hábito que mi mamá siempre le castigaba, pero que en ese momento pasó desapercibido. Cuando yo me senté a su lado comenzó a servir la comida, mientras sus pálidas manos temblaban descontroladamente. Mi papá no mostraba expresión alguna, pero sostenía la mirada fija en un punto perdido de la desnuda pared detrás mío, sin siquiera dirigir sus ojos a la comida cuando mi mamá llenó su plato.   Tres horas después el aire no había cambiado, pero el viento de ese tormentoso día sacudía la casa y hacía que la señal de la radio se perdiera un poco. Me estaba volviendo loco. La sala de estar que antes era mi lugar preferido de la casa, en la que disfrutaba cada Navidad o reuniones con amigos pasó a ser un simple cuarto con paredes amarillentas, muebles de madera oscura, aburridos ventanales cubiertos con cortinas horrendas y una vieja radio sobre una mesa ratona apoyada contra la pared. Los números pasaban y la tarde se me hacía interminable, más allá de que hayan pasado unos meros diez minutos desde que con mi familia y algunos vecinos nos reunimos en la sala alrededor de la radio. Seiscientos noventa y ocho era mi número de documento. La voz raspada del locutor lo anunció con desgano, habiendo pasado casi medio día leyendo número por número los documentos de chicos de todo el país, que respondían con suspiros o maldiciones. Excepto yo, que ni bien escuché ese inapetente novecientos ochenta y seis cerré los ojos y tomé una bocanada de aire, pero ni siquiera recuerdo si la largué. A las ocho de la noche anunciaron que los números mayores a quinientos debían cumplir el Servicio Militar.



De chico, cuando tenía nueve u ocho años me había ido de vacaciones al sur con mis papás. Pero lo recordaba totalmente distinto a como era ese año que serví al Ejército Argentino. Esquel era un lugar seco, frío y en el establecimiento donde nos alojabamos no había ni estufa ni salamandra que nos protegiera en ese largo invierno.
Por las mañanas nos despertaban antes que saliera el sol, y luego de vestirnos apresuradamente salíamos a correr. Gracias a lo que mi hermano me había dicho en la carta que nos mandó, supe que debía llevar un candado para cerrar el baúl donde guardaba mis pertenencias. Era común que alguien rompiese su pantalón o perdiera sus medias- lo que resultaba en que uno de los chicos más débiles abriera su baúl a la mañana siguiente con la sorpresa de que le faltaba una de sus prendas. Más aún, los Oficiales no tenían compasión; si te faltaba alguna prenda debías hacer más ejercicio que el resto como castigo.
De igual manera, los castigos eran algo frecuente en mi asentamiento. Ya en el viaje de ida me hice amigo de un chico de Salta y otros dos de Tierra del Fuego y Corrientes. Me sorprendió lo diferentes que éramos, no sólo en nuestra forma de ser, sino en nuestros gustos y pensamientos. Uno de ellos, Miguel- de Corrientes-, siempre tarareaba alguna que otra canción de Tango y todos nos reíamos. Juan- de Salta- prefería el folklore, mientras que a Gustavo- el último, de Tierra del Fuego- y a mí nos apasionaban Air Supply, Génesis, Almendra, Sui Generis, Rata Blanca, Pastoral y Soda Stereo, entre otros.
Con este grupo de amigos solíamos salir de noche a jugar al fútbol junto a uno de los viejos faroles que rodeaban el campamento. La pelota tenía también ya unos años y estaba un poco pinchaba, pero necesitábamos divertirnos de rato a rato- y el fútbol, que también nos apasionaba, era una gran distracción de los dolores y los arduos trabajos que realizabamos en la Colimba.
Sin embargo, esta diversión no duró mucho. A los pocos meses uno de los militares que estaba en guardia a la noche nos descubrió. Nunca tuve tanto miedo en mi vida. El hombre, que aparentaba estar en sus largos cuarenta llevaba una linterna por sobre su cabeza. La luz blanca nos cegó y paralizó, al igual que sus firmes pasos sobre la tierra seca. Su grave voz se elevó unos cuantos tonos cuando nos gritó, resonando, casi creo que en todo el país. Encima, cometí el error de reirme mientras lo hacía, ya que me estaba imaginando a mi diciéndole que hable más fuerte que en China no se entendía lo que estaba diciendo.
Desde ese momento Miguel, Juan, Gustavo y yo debíamos limpiar el cuartel cada día por medio, y colaborar cada mediodía en el almuerzo. De más está decir que recibíamos cada noche, como si lo del día no hubiese sido suficiente, una dosis más que el resto, de entrenamiento, que incluía correr alrededor de uno de los grandes lagos cerca del asentamiento mientras el congelado frío nos cortaba la piel.
Cuando volví a casa era marzo de 1986. Había cumplido quince meses de Colimba. En la estación me recibieron los cálidos brazos de mi mamá-obviamente llorando-, que tenía el pelo más canoso y unas cuantas líneas a los costados de los ojos. Verónica había crecido, su cabeza me llegaba al hombro. Usaba un vestido que apenas le rozaba las rodillas y su pelo largo y lacio caído sobre sus hombros. ya era toda una adolescente. Pero el que más me sorprendió fue mi papá. Pensé que me recibiría con un simple movimiento de cabeza, pero rápidamente luego de mi hermana, colocó sus brazos alrededor de mi cuerpo en un abrazo.
De vuelta en Buenos Aires ya no sentía el frío que padecí en Chubut. La temperatura era distinta, el lugar era distinto y yo había cambiado. Caminé junto a mi familia pensando que el chico temeroso había quedado en Chubut. Aquí comenzaba mi futuro.     

Espero les haya gustado. Por último, comparto dos links a páginas que proporcionas más información acerca de qué son las novelas gráficas.

  • http://fugahistorietas.blogspot.com.ar/2010/06/que-es-una-novela-grafica.html
  • http://curiosoando.com/cual-es-la-diferencia-entre-una-novela-grafica-y-un-comic

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